Este verano, da igual que ya nos quede lejos, hemos vivido, en la familia extensa, un apasionante concurso literario. Se trataba del Concurso Cuentos Vélez 2015: “Lo que cuenta el viento”.
Han participado las diversas sucursales de la familia Vélez: Barcelona, Oviedo y varias de las de Madrid. En total, 14 participantes. ¡Qué gran actividad de verano! En nuestra casa ha sido motivo de tensión y una reafirmación de la fe en la existencia de… los duendes informáticos. Se mascaba la tensión y la desesperanza cuando las niñas perdieron las versiones más avanzadas de sus cuentos; pero una vez empezada la redacción de los cuentos no quedó más remedio que decirles, como los Hermanos Marx: “Y tuvimos que volver…” (a empezar).
En More Ediciones hemos querido dar un sencillo premio metálico a los ganadores (ganadoras, todas) de las categorías Bachillerato, ESO y Primaria.
Hoy publicamos el cuento de Marta Martín Vélez, ganadora del primer premio en la categoría de Bachillerato. Se trata del segundo cuento que leo de Marta, y los dos me han parecido sensacionales. Tenemos en Marta una escritora formidable (si la carrera le deja, el año que viene, algo de tiempo).
UN TRAJE DORADO DE LENTEJUELAS, por Marta Martín
¿Alguna vez has oído la voz del viento que susurra cuando pasa junto a ti? ¿Alguna vez has sentido sus dedos revolverte el pelo intentando deshacerte las trenzas? Sí, el viento es juguetón, inquieto, cambiante. Va de un lado a otro sin detenerse un minuto. Le encanta cambiar de dirección y hacer a las veletas girar y girar como peonzas. Le gusta meterse por la ropa de los niños para hacerles cosquillas. Le encantaría que pudiesen volar, pero pesan demasiado para él, así que se conforma con llevarles a su corazón la sensación de absoluta libertad. Adora los sombreros y, por eso, de vez en cuando, el muy pillo agarra alguno que encuentra especialmente bonito u original en cuanto su propietario se despista un segundo.
Pero, sin ninguna duda, lo que más le gusta en el mundo es trabajar como servicio de mensajería urgente. Y ¿qué transporta? Transporta recuerdos para los abuelos, que sentados al sol en sus mecedoras sonríen cuando llegan a ellos y dan gracias a la vida por todo lo que les ha dado. Transporta ideas para los artistas, músicos y escritores, que salen a pasear bajo la lluvia en busca de un poquito de inspiración. Transporta sueños, sueños para los niños, que cada noche se cuelan por las rendijas de sus ventanas y les enseñan que todo es posible si lo quieres de verdad. Transporta todo tipo de aromas y olores, quizá el de la hierba recién segada bajo el sol, quizá el de las especias procedentes de algún país de nombre impronunciable, quizá el de un pastel de chocolate recién horneado, quizá… no sé. Con el viento nunca se sabe. Y sonidos, esos son sus paquetes preferidos. El tañido de una campana en la lejanía. El canto de un gallo al amanecer. Risas. Música. Palabras. Palabras que cuentan historias. Historias de amor y de aventuras; historias cortas y largas; historias tristes y con un final feliz. Depende. Tú mismo tendrás que escuchar cual te cuenta a ti.
Y si te lo estás preguntando…sí, hace ya muchos años el viento me contó a mí una historia. Bueno, para ser exactos tres, y hoy me gustaría compartir contigo una de ellas, la última, mi favorita. Pero será mejor que empiece por el principio…
Ocurrió cuando me escapé de casa. Sí, me fui. ¿Por qué? Porque estaba harto. Vivía con mis padres y mis cuatro hermanos pequeños en una casa de una sola habitación en un pueblecito en medio de los Pirineos. Mi vida consistía en llevar las vacas a los pastos todos los días, domingos incluidos. Solo me libraba los días que nevaba, que eran más o menos un par de meses al año, en los que mis padres me obligaban a estudiar. Y un día me cansé de todo eso. No era para mí. Yo, yo era demasiado bueno para limitarme a ser pastor toda la vida. Tenía un fuego en mi interior que crecía cada día más y que pedía salir. Y por eso, una noche salí por la ventana, hatillo al hombro, y puse rumbo a la ciudad. Allí me darían lo que merecía. Tendría una casa grande y bonita, sería rico e importante, y me olvidaría para siempre de las dichosas vacas. Nunca volvería. Y así, con el corazón cantando de esperanza, me marché.
El pueblo más cercano con estación de tren estaba a tres días de camino a través de la montaña. El fuerte viento alpino soplaba a mí alrededor, amenazando con llevarse mi gorro, ese que me había tejido mi madre cuando tenía once años. Y de repente lo empecé a oír, al principio era algo así como…bisbisbis…y después los silbidos se convirtieron en palabras. Y el viento comenzó. Una historia para cada día de camino. El primer día me enseñó el verdadero significado de la palabra libertad. El segundo día me dio una lección de amor. Y el último día me recordó cual es el mayor tesoro que tenemos en esta vida. Y, como ya dije antes, esa es la que hoy te voy a contar.
Se llamaba Bianca. Sus padres eran propietarios del Circo Mancini del que, con tan solo doce años, era la máxima estrella. Cada noche, en la función, vestida con su traje dorado de lentejuelas, obsequiaba a los asistentes con los trucos y gracias de Dumbo, el simpático elefante del circo. Y, a cambio, recibía de ellos mareas de aplausos y vítores, recompensa de un trabajo bien hecho.
Pasaron los años y Bianca empezó a cansarse. Siempre lo mismo, noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes: sonrisas, reverencias, cabriolas, aplausos…y siempre el mismo aburrido traje dorado de lentejuelas. En cada función, mientras saludaba, Bianca miraba al público y deseaba poder ser uno de ellos. Poder vivir siempre en el mismo sitio, en una casa sin ruedas y tener amigas con las que poder charlar e ir de compras los sábados por la tarde. Deseaba una vida normal, deseaba un sitio al que poder llamar hogar.
El día que cumplió dieciocho años, el circo se encontraba en Venecia y esa noche sería la última función en la ciudad. Al día siguiente se marcharían rumbo a Florencia, aunque quizá parasen en algún que otro pueblo por el camino. El espectáculo fue grandioso. Su padre vestido con la casaca roja dio la bienvenida a los espectadores, los payasos hicieron llorar de risa a niños y mayores, y los trapecistas y malabaristas recibieron una lluvia de aplausos y aclamaciones tras realizar proezas que parecían increíbles. Turno de Bianca. Salió a la pista con su traje dorado de lentejuelas y comenzó. Se veía a sí misma hacer lo mismo de siempre: Dumbo saludaba al público, para después recogerla con la trompa y posarla en su lomo, donde ella hacía piruetas y bailaba mientras el gracioso elefante daba tumbos alrededor de la pista. Y después, justo al final, un nuevo truco, nadie sabía que lo haría, solo ella y Dumbo, claro. Al terminar regaló al público sus sonrisas y reverencias y, seguida de Dumbo, salió de la pista. Esperaba que la felicitasen por su actuación, al fin y al cabo había sido impresionante y la habían aplaudido más que nunca. Pero, en su lugar, solo recibió miradas de desaprobación, la “sorpresita” no les había hecho mucha gracia. En el mundo del espectáculo todo se planifica al milímetro y Bianca lo sabía, pero aun así… ¡Llevaba seis años haciendo exactamente lo mismo! No pensaba hacerlo ni una vez más. Furiosa entró en la carreta y metió sus escasas pertenencias en una mochila. Después sacó de debajo del colchón los pocos ahorros que tenía y se fue. Se marchó en busca de una vida mejor. Dejó atrás el Circo Mancini, dejó atrás los focos, la música y el escenario, dejó atrás su casa ambulante y los viajes de ciudad en ciudad, dejó atrás todo aquello que hasta entonces había sido su vida.
Esa noche, Bianca durmió en una pequeña y sucia pensión que, aunque era muy barata, según sus cálculos no podría pagar durante más de una semana. Al día siguiente buscaría trabajo, a lo mejor la contrataban como camarera. Sabía que jugaba con ventaja. Llevaba años ganándose al público con su sonrisa. Sabía cómo usarla. Y así fue, primer bar en el que entró, primer bar en el que la contrataron. Dos días le duró el empleo. Una sonrisa te puede hacer entrar, pero dos cafés derramados y siete pedidos mal servidos te abren la puerta de salida. “Es falta de experiencia” se dijo y probó suerte en otro establecimiento situado un par de calles más allá. Cuatro días esta vez. ¡Qué desalentador!
De vuelta en la mugrienta pensión contó el dinero que le quedaba: entre lo que había ganado en sus dos fracasados empleos y lo que sobraba de sus ahorros solo tenía suficiente para tres noches más. Decidió no rendirse. Mañana probaría suerte en otro sitio. Pero la voz se había corrido y esta vez la sonrisa no le sirvió para conseguir lo que quería. Probó en otro bar, y en otro y después en otro. No hubo suerte. Al día siguiente probó al otro lado de la ciudad, quizá allí no hubiese llegado aún el rumor de la camarera de mirada hipnótica y sonrisa brillante pero sin idea alguna de cómo servir una cerveza. Pero de nuevo solo recibió miradas de disculpa y puertas cerradas. No sabía qué hacer. Solo le quedaba dinero para una noche más, después tendría que dejar la habitación. ¿Qué iba a hacer entonces? No sabía hacer nada útil, solo bailar y hacer piruetas y eso no era útil… ¿o sí? En ese momento una luz se encendió en su cabeza. Esa misma mañana había visto a un chiquillo tocando un viejo y desafinado violín. A sus pies había una gorra raída y sucia en la que algún alma caritativa había dejado un par de monedas. Quizá ella podría hacer lo mismo. Quizá esa podría ser la solución. Sí, eso haría.
Pasó su última noche en la pensión. Por la mañana recogió sus cosas y dio sus últimas monedas a la dueña. Después se dirigió a la Plaza de San Marcos, corazón de la ciudad, que era, sin duda, el escenario perfecto para su actuación. Estaba llenísima. Había, como ella, otros artistas callejeros que, con más o menos éxito, entretenían a los visitantes. Bianca hizo todo lo que había planeado mentalmente. Tras encontrar un espacio medianamente amplio, puso un viejo sombrero en el suelo y se recogió el pelo. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de cuadros. No era la ropa más bonita, pero era cómoda y le permitiría actuar sin estorbar mucho. Respiró hondo. Cerró los ojos y se imaginó a sí misma con el traje dorado de lentejuelas en el centro de la pista del circo. Entonces y solo entonces empezó. Bailó, giró e hizo acrobacias con toda su alma y cuando acabó abrió los ojos. Y allí estaban, los aplausos y aclamaciones de niños, adultos y ancianos. Sonrió y obsequió a su público con unas reverencias dignas de una princesa. Oyó el tintineo de las monedas al caer en el sombrero. Un par de niñas se acercaron a saludarla y alabar las proezas que había hecho. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que volvía a aquello de lo que estaba huyendo. Había escapado del espectáculo y ahora recurría a él para poder llevarse un trozo de pan a la boca.
Y lloró, lloró por su madre y sus besos de buenas noches, lloró por su padre y su “Buenas noches, damas y caballeros. Bienvenidos al…(redoble de tambores)…Circo Manciniiii” ya conocido en toda Italia. Lloró por su hermano Carlo, futuro malabarista de la compañía. Lloró por Dumbo, el dulce elefante que siempre estaba contento. Lloró por la vieja carreta despintada en la que dormía calentita las frías noches de invierno ¿dónde estaría ahora? Lloró incluso por el horrible traje dorado de lentejuelas, ahora lo quería. En fin, lloró por el Circo Mancini que era, al fin y al cabo, su…¡eh! Un momento, era su hogar. Y lo entendió. El hogar no es una ciudad fija y con nombre propio, el hogar no es una casa bonita y bien plantada en el suelo, el hogar no es un lugar para comer y dormir. Sí, los hogares suelen tener todo eso, pero lo que los hace indispensables es que es en ellos donde vive nuestro corazón. Porque es allí donde se encuentran aquellas personas a las que queremos y que nos quieren, aquellas personas que nunca nos van a dejar solos a pesar de los problemas, aquellas personas que nos valoran por lo que somos y no por lo que tenemos, sí, aquellas personas a las que tenemos el privilegio de poder llamar familia. Lloró y lloró durante horas, bajo la sombra protectora del león. Deseaba abrazar a su padre y dar un beso a su madre, deseaba dormir en su cama de la carreta y jugar a las cartas con su hermano Carlo, aunque siempre hiciese trampas. Pero no estaban. Iban quizás camino de Florencia o a lo mejor ya estaban allí, dependía de las paradas que hubiesen hecho. Quería ir con ellos, pero no sabía cómo encontrarles y no tenía dinero suficiente para un billete de tren. Tampoco creía que volvieran a por ella, había pasado ya más de una semana. Pensarían que si se había ido era porque no quería saber nada más de ellos y entonces ellos tampoco querrían saber nada de ella. Ahora tendría que esperar un año o quizá más, a que el circo volviese a Venecia. ¡Qué terrible error! Se arrepentía tanto…
Una mano en su hombro. Levantó la mirada y los vio, esos ojos azul cielo que un día habían cautivado a su madre y que ella había heredado. Su padre. Estaba allí. Había ido a buscarla. Y detrás estaban Carlo y su madre, y los malabaristas, y los payasos, y los trapecistas. Estaban todos allí por ella. Y aunque estaba en mitad de una ciudad que apenas conocía y sin un techo sobre su cabeza, se dijo “Ya estoy en casa”.
Cuando el viento terminó, noté como las lágrimas corrían por mis mejillas, lloraba y no me había dado cuenta. Me sequé la cara con la manga del abrigo y me senté al borde del camino. No quedaba mucho para mi destino, pero antes necesitaba pensar. Una parte de mí quería seguir hasta el pueblo y coger el tren para marcharme a la ciudad. La otra, me pedía a gritos que volviese a casa y abrazase a mis padres hasta casi dejarles sin respiración. Supongo que los gritos tuvieron más fuerza. No es que el viento me hubiera convencido de que debía cuidar vacas hasta el final de mis días. No, no, todo lo contrario. Como ya dije antes el viento transporta sueños para los niños y les hace tener esperanza en un futuro un poco mejor. Lo que el viento me recordó es que hay cosas más importantes que el dinero o la fama, cosas que no puedes dejar tiradas en cuanto (y nunca mejor dicho) el viento cambia de dirección. Ya tendría tiempo de irme, decidí, algún día me iría de casa para tener la mía propia, tal vez a la ciudad tal vez a otro pueblo. ¿Quién sabe? Pero eso sería el día que tuviese una idea más clara de lo que hacer allí y no solamente ser rico e importante. Ahora mi sitio estaba en la montaña, con mis padres, con mis hermanos y con las estúpidas vacas (lo siento, a ellas no las echaba de menos). Durante el camino de vuelta, el viento me acompañó. Me cantaba al oído y me susurraba palabras de aliento. Tres días tardé en ir, uno en volver. No paré ni un minuto a descansar, el viento me empujaba a seguir adelante y hubo tramos en los que casi volaba. No dormí. No comí. Simplemente seguí, un pie delante de otro. Cuando llegué era noche cerrada, seguramente estarían todos dormidos, pero aun así grité “¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡He vuelto!” Asustados de mis gritos salieron para ver que ocurría. Al verme abrieron los ojos como platos. Su mirada lo decía todo. Y, como si tuviera de nuevo cinco años, me lancé a los brazos de mi madre y de mi padre a la vez. Mis hermanos se unieron al abrazo, haciendo que aquello pareciese una maraña de brazos y piernas. Mi madre lloraba. Mi padre no dejaba de hacerme preguntas. Todos reíamos y gritábamos. Se respiraba felicidad. Y sentí un calorcito en el corazón. Ya no era un fuego que arrasaba y que quería salir; no, ahora era un fuego que chisporroteaba silenciosamente en la chimenea, de ese sitio que cariñosamente me gusta llamar hogar.
Joaquín, vaquero aragonés